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Es la de hoy la curiosa historia de un emigrado criptanense que hizo fortuna en California. Es una historia real, tal y como nos la cuentan los periódicos de la época que se hicieron eco de ella, más por extravagante y surrealista que por tener un interés realmente informativo para la opinión pública. Retrocedemos a aquellos años en los que América era la tierra soñada, algo así como la bíblica tierra prometida que manaba leche y miel, un Eldorado mítico abundante en oro; esto era América para muchos europeos, y entre ellos muchos españoles, que en un continente viejo no contemplaban nuevas salidas para unas vidas sumidas en la pobreza, en la lobreguez de la miseria y en una carencia total de expectativas de futuro. Es largo el camino desde un molino de Campo de Criptana hasta California, pero un criptanense lo hizo, Juan Domínguez, y ésta es su historia, condimentada con argumentos de folletín sentimental y de cine mudo, tal y como nos la cuenta José Carlos de Luna en un artículo titulado «En viaje de boda» que se publicó en el diario gerundense Los Sitios, año XVI, núm. 4.632 del jueves 27 de febrero de 1958, y en el diario Falange, del 5 de marzo de ese mismo año. Dice así:

Hace cincuenta y cuatro años justos y cabales, un tal Juan Domínguez emigró a California a probar fortuna.

Había nacido por el 1886 en un molino del Campo de Criptana, y a los diecisiete años, sin padre y sin molino, miró a las Américas con idéntica ansiedad y las mismas esperanzas que antaño miraron a las Indias los españoles sin «molino» y nada que moler. Y como aquéllos, hacinado en la bodega de una nave rumbo a Occidente navegó con sus esperanzas, y a vapor en vez de a vela. Es lo mismo: días más días menos, las ilusiones que no se estrellan en la tierra de promisión al tiempo de arribar, se deshace poco a poco gareteando. Y las que por arte de birlibirloque pisan en el suelo firme, se endurecen a fuego lento de sacrificios, privaciones y desvelos, ciento por uno al utilitario cuando ya cano y enfermo del hígado sólo puede «moler» puré de papas.

Esto no quiere decir que de vez en cuando no caiga «el gordo» en una sola mano.

En fin, Domínguez, galancete y de buena presencia, desembarcó en San Francisco tan de día como hoy, y mañana estaba colocado en una tahona de pan de lujo. Ganaba poco y todo se lo echaba en ropa y adobillos de peluquero. Si era necedad o a sabiendas de lo que se pescaba, a nadie se lo ha dicho. Posiblemente ni una cosa ni otra. Y por lo que luego pasa, hay que creer en los tontos de remate y considerar a Domínguez como acabadísimo modelo para una feria de Muestras.

Pues señor, que a los ocho o diez años de vivir en San Francisco repartiendo bollos y sonrisas por las casas pudientes y hurtándose de las menegildas y de menestrales criollas o cuarentonas, se tropieza con una muchachita linda y de familia muy adinerada, que se enamora perdidamente de sus treinta agostos de gallo castellano. Y él le corresponde; claro está.

Entablado el noviazgo a espaldas de la familia y jurado el consabido amor eterno, podéis suponer la escandalera al descubrimiento ¡Una señorita pura sangre anglosajona, criada «a todo plan» en el seno impoluto y magnífico de su rica familia, no podía ser para un auténtico ganapán maduro y pedestre!

Recriminaciones, castigos, viajes, encierros. Todo inútil.

Agnes (la dulce Inés) fiel al juramento y prendida en su pasión, está dispuesta a todo. Pero Domínguez, estrenando corbata y con la mano al pecho, asegura que es natural de la Mancha y esperará a la mayoría de edad de Agnes. Y llega la ansiada fecha; y a la perenne negativa de los padres se empareja el decidido propósito de desheredarla totalmente.

De nuevo surge el galán con ropa nueva y ambas manos al pecho, jurando por todos los molinos del Campo de Criptana que no desposará a la muchacha hasta no labrarse una fortuna para que a ella no le falte ni uno solo de sus caprichos de rica.

Con setenta y un año de edad don Juan Domínguez ha contraído matrimonio con Agnes, más que cincuentona y que heredó con todas las de la ley hace medio año la fortuna paterna.

Para hacer en su viaje de novios la «Ruta de Don Quijote» han venido a España. «Luego (dice Domínguez) continuaremos nuestra proyectada vuelta al mundo».

Les deseamos feliz viaje, y nos preguntamos a qué vendrá eso del Quijote.

No acabó esta historia de amor imposible con trágico final, como aquéllas de Calixto y Melibea, de Romeo y Julieta, o los míticos amantes de Teruel. No he podido evitar, sin embargo, que me venga a la memoria el inmortal drama de José Zorrilla, Don Juan Tenorio, con el que coincide esta historia en los nombres de los amantes, Juan e Inés.  Acabó bien la historia, aunque la boda se celebró algo tarde, quizá cuando las llamas de la pasión no se encontraban ya en la efervescencia y ardor juveniles. Emily Brontë no podría haber ideado un argumento más tragicómico y pasional.

Ricos, enamorados y, para puntilla, una luna de miel en la ruta del Quijote. Y Domínguez… de molinero a panadero y de allí a millonario; vueltas que da la vida. No podía, por supuesto, olvidar el criptanense Domínguez sus orígenes, y parece que volvió aquel año en su viaje nupcial al terruño en el que vio su primera luz, aunque no he encontrado más noticias al respecto.

Respecto a Juan Domínguez no he encontrado demasiada información. De acuerdo con lo que dice la noticia del periódico, ya en 1922 posiblemente estaba asentado en California, sin embargo, no está entre los trece «Domínguez» residentes en San Francisco citados en el City Directory de ese año. Sí que aparece censado un tal Juan Domínguez durante los años 1905, 1908, 1912 y 1914 en Los Ángeles (California), pero ignoro si éste es el criptanense nacido en un molino por aquel lejano año de 1886.

JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO