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Cuantos viajeros han venido de ruta por La Mancha no han podido evitar maravillarse de su paisaje. La Mancha es, fundamentalmente, paisaje y naturaleza, luz y cielo. Y también lo es Campo de Criptana, perla de nácar en otros tiempos resplandeciente en la infinita llanura, hoy menos blanca y más gris de lo deseado. Y Criptana es mucho más que paisaje: es cervantina, es el mito del Quijote hecho realidad. Pocas historias de ficción han encontrado tanta realidad como la historia de esta novela, tanto, que parece imposible pensar que Don Quijote fuese sólo un personaje fruto de una invención o un ensueño. «Por aquí pasó Don Quijote», «por allá arremetió contra los molinos»… se dice. Es el mito hecho carne, es la particular teología del cervantista convencido, y fue su ruta su particular itinerario o su improbable camino de Oz.
Hicieron el mito los viajeros que vinieron a Campo de Criptana y a La Mancha. Hicieron el mito e hicieron el camino. Las huellas de Don Quijote aún se pueden ver en sus polvorientas llanuras, y muchos vinieron tras ellas. Uno de ellos fue el periodista, escritor, historiador, profesor y político colombiano Lucio Pabón Núñez (1914-1988), miembro de número electo de la Academia Colombiana, miembro de honor del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, y miembro honorario del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá. Su viaje quedó plasmado en su libro Por la Mancha de Cervantes y Quevedo, publicado por Ediciones Hispanolusoamericanas en Madrid en el año 1962. Ya muchas veces he dicho en este blog que la «Ruta del Quijote» no sería lo que es sin Azorín, y a él le dedicó, con motivo de su 89º aniversario, Pabón su librito de 111 páginas.
Cómo fue el viaje de Pabón por La Mancha nos lo dice él mismo en la pág. 9 de su libro:
No parece aconsejable el verano para recorrer la Mancha, «seco llano de sol y lejanía» (según la expresión exacta de Antonio Machado); mas como nuestro fin principal es el de seguir un poco las huellas del más encumbrado hijo de esta solemne estepa y como él eligió tal temporada para su primera salida: «una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio» (cap. II de El Ingenioso Hidalgo) nosotros (mi hermano Ciro, mi hijo Lucio Antonio y yo) hemos resuelto correr el riesgo de los rigores estivales en aras de este anhelo durante largo tiempo contenido.
Este anhelo era, por supuesto, recorrer aquellas sendas holladas por Rocinante y emular las hazañas de su jinete, Don Quijote, allá donde hubieren ocurrido. A lo largo de todo el viaje los tres colombianos (Ciro, Lucio y Lucio Antonio) tendrían dos referencias obligadas: el mismo Don Quijote y su ruta, y Azorín, y su ruta del Quijote… una ruta de una ruta, la ruta que hicieron los tres, la ruta de Don Quijote y la de Azorín. Pasaron aquellos tiempos en que los viajeros venían a Campo de Criptana en viejas diligencias decimonónicas que recorrían los polvorientos caminos de la llanura manchega expuestos a mil peligros y avatares inesperados. En el recuerdo quedaron aquellos viajes interminables en los trenes pioneros de la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, aquellos trenes que nos trajeron a tantos caminantes, viajeros y bohemios en santa peregrinación quijotesca, como si Criptana fuera su Santiago, o su Roma, o su Jerusalén. Otros, como el chileno Augusto d’Halmar, vinieron en automóvil; y así hicieron los tres colombianos, tal y como nos dice Pabón (págs. 9-10):
Vemos que en esta fecha todavía, a la velocidad del automóvil, no pierden su valor gráfico aquellas frases de Azorín en La ruta de don Quijote: «llanura inmutable», «cielo infinito», «lejanía inaccesible». Siempre lo mismo ante los ojos: verdes manchas de viñedos, grisáceas líneas de olivos, un cabecimustio escuadrón de girasoles… Todas las sendas de los campos y las callejas de las aldeas aparecen cubiertas de granzas como recuerdo de la reciente cosecha de trigo y cebada. Trisca allá un rebaño de cabras negras. Vemos de pronto una mula vendada girar, con constancia y monotonía de pensador germano, en torno de una noria; por acá nacen varios ríos, y, sin embargo, la llanura es sedienta y el agua hay que arrancarla (como el petróleo, como las esmeraldas, en otras latitudes) de las entrañas mismas de esta tierra paniega.
Es ese mismo cielo de nubes juguetonas y amenazantes a la vez, el que observó aquel alemán del que hablé ayer, Friedrich Wilhelm Hackländer, es ese mismo «cielo infinito» de Azorín, y es el mismo que observó el trío colombiano que surcaba en su automóvil aquella llanura de eras, de trillas y de sol, mucho sol, de La Mancha aquella de los años sesenta. Pocos lo han percibido y si lo han percibido no lo han manifestado, pero el sol de La Mancha reflejado sobre la infinitud de la llanura en verano produce espejismos, y sueños de la razón y de la sinrazón. Gigantes o molinos, molinos o gigantes… ¡vaya usted a saber qué son en realidad!
Dio mucho de si la observación del paisaje manchego a Lucio Pabón, y por ello hoy dejo aquí el tema, para continuar mañana y en días sucesivos exponiendo sus excelencias.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO