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Y continuamos imaginando cómo podía ser un día cualquiera en la vida de Campo de Criptana, en aquel año de 1886.
A eso del mediodía, se podría oír en las calles el ruido de los carniceros que cortaban su carne, los Carriazo, Casto Muñoz, los Ortiz (Jesús, León y Manuel) y Antonio Ocaña. Y llegaría a la calle el ruido de labores varias de carpinteros y de ebanistas, de los talleres de construcción de carros, y de los talleres mecánicos, como los de los tres Escribanos (Florentino, Isidoro y Rogelio), de los guarnicioneros, y de los herreros, como los tres Casarrubios (Bernardo, Cristóbal, y Jesús) o los dos González (José y Teodoro), y también se oiría a los hojalateros (Fermín Hernández y Peregrino Pizarro) y al tonelero José Andrés Castellanos.
Arreglarían sus géneros para que entrasen por los ojos al comprador los comerciantes Juan Casarrubios, Braulio González, Hilario Guía, los Gullón (Antonio y Alfonso), Tarsicio de la Huerta y Andrés Perucho, y comenzarían quizá también temprano su faena aquellos inolvidables ultramarinos y coloniales de Miguel Escribano, Braulio González, Ángel Luján, Santiago Millán y Andrés Perucho, de los que emanaría aquel aroma a especias exóticas del oriente, canela, vainilla, pimienta, clavo y otras muchas más. Y también abrirían sus establecimientos los comisionistas en frutos del país, el polifacético y pluriempleado Jacinto Cuadra, y los Millán, saga prolífica en aquellos tiempos. Y los zapateros se dedicarían a sus zapatos, como también es natural: Juan Bustamante, Jerónimo de la Guía, Pedro López, Jerónimo Manjavacas, Jesús Millán, los dos Olivares (Manuel y Marcelino), Gracián Pedroche y Francisco Pintor.
Ya muchas horas llevarían en vela los panaderos de Criptana (Ricardo Galindo, Manuel Lucas, Antonio Menchel, Prudencio Manjavacas, Castor Manzaneque y Manuel Reíllo). Allí estaba ya pronto, muy de mañana, el pan de la vida, o el pan y la sal, como diría la Biblia, el sentido del ser, aquel pan que salía de la harina, que salía a su vez de aquellos molinos de viento, y que salía a su vez de aquel trigo, que salía, a su vez también, de la tierra, cada año, siempre puntual, como un milagro inmutable de la naturaleza. Aquellos molinos entonces molían y molían sin parar, cada día, movidos por los vientos, aquellos mismos que acariciaban los inmensos trigales… o como diría Azorín, «los molinitos andan y andan…»
Aquí lo dejamos hoy. Mañana habrá más.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO