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Y una vez más, para finalizar esta serie, recreamos cómo podría haber sido un día en la vida de Campo de Criptana, en aquel lejano año de 1886.
Pronto, como todas las mañanas, se encenderían los hornos de las confiterías de Santos Flores y de Ramón Martínez, y las pastelerías de Carmen Alarcos, Toribio Manzanedo y Carmen Manzaneque comenzarían a preparar sus pastas, dulces, muy dulces, desbordantes de chocolates, natas o miel… Y quién sabe si algún osado pastelero no tuvo la ocurrencia de casar la guindilla con el chocolate, boda incendiaria, matrimonio fogoso y ardiente como el que más, el chocolate que servía la protagonista de aquella película de imborrable recuerdo, Chocolat. O quién sabe si alguno, no menos osado, sacó de sus hornos, por una casualidad del destino (como son todas las casualidades), ambrosía, alimento de los inmortales y manjar de dioses.
Los médicos Fabián Tirado, Santiago Vallejo y José Joaqun Villacañas atenderían su consulta con algún que otro contratiempo, alguna que otra urgencia, siempre con la espada de Damocles de una nueva epidemia inesperada, otra más, de las que de vez en cuando azotaban España en el siglo XIX. Enviarían estos médicos a sus pacientes a las boticas de Bernardo Gómez y Carlos L. de Longoria en busca de remedios para sus males. Y mucho trajín tendrían por aquel tiempo los veterinarios Pedro Alarcón y Villarrubia, Jesús Hellín, Porfirio Olmedo, Eduardo Pizarro, Daniel Pizarro Reíllo y el albéitar Ramón Pulpón García, como es natural en una época en que caballos, mulas y asnos eran animales de primera necesidad. Quizá por ello había más veterinarios en Criptana que médicos; y había además un albéitar, nombre de oficio que suena muy poético y tiene aires árabes.
Afilarían sus navajas los peluqueros Ramón Lara, Toribio Manzanedo, José María Marchante, José Vicente Moreno, Jesús Ocaña, Antonio Salinas y Manuel Villajos. Y los sastres Dionisio Fernández, Antonio Millán, Lorenzo Pizarro y Ulpiano Segovia compondrían trajes a base de hilo y aguja, puntada tras puntada, hilván tras hilván (para quienes se pudieran permitir tales trajes, porque eran un artículo de lujo). Y prepararían sus tintes los tintoreros, los dos Cuadra (Francisco y Maximino).
Así, más o menos, era la vida cotidiana en aquel pueblo manchego de otros tiempos, aquel pueblo que no tendría agua corriente ni electricidad, pero tenía algo que ya no tiene: la blancura cegadora que le daba la cal y que le hacía emerger como una perla sobre la llanura, parto de las tierras, siembras y viñedos, en aquel tiempo, en que aún, desde el sur, desde la lejanía, se podía ver el caserío criptanense extenderse por la lejanía y trepar en su sierra coronada de molinos, cuando aún una inmensa mole gris no nos impedía este espectáculo y el paisaje era todavía puro y virgen. Y podíamos ver desde muchos kilómetros, como nos diría Azorín, que sus «molinitos andan y andan… andan y andan…», los molinitos de Criptana.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO
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