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Llanuras (Detalle del cuadro «Panorámica de Campo de Criptana V»): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2004)
Infinitud es la llanura manchega. Sus únicos límites son el horizonte y las fronteras administrativas municipales y provinciales, y a lo mejor también regionales, es posible. Hay pocas cosas casi infinitas en el mundo, y una de ellas es la llanura manchega. Allá, a lo lejos, donde tiene su fin, ya es cielo, y el cielo es llanura, y ambos se funden en uno solo. Los límites, en cambio, los amojonamientos, las fronteras, son cosa humana, y nada tienen que ver con la naturaleza, ni están en ella sino por una casualidad del destino, por la necesidad que tienen las administraciones de organizar sus impuestos. Y señalando la frontera, imaginariamente dibujada entre los campos: de aquí para acá mis impuestos; de aquí para allá los tuyos. Así se organiza todo, pero la naturaleza es más inteligente, y no piensa a tan corto plazo.
Desde la Sierra de los Molinos de Campo de Criptana se vislumbra, como desde pocos sitios, esa llanura interminable. Y, lector, dirige tu mirada hacia el suroeste, y verás al otro lado del ferrocarril entre Criptana y Alcázar, un poco más allá de la famosa Cañamona, a la altura de sus puntos kilométricos 152 y 153, un poco más allá del paraje de La Calderina (nombre sonoro, cantarín y muy broncíneo), que aún resiste orgulloso frente al avance de polígonos vacíos, yermos, inútiles, frustraciones industriales, sueños imposibles… como iba diciendo, verás allí a lo lejos las tierras de El Albardial, topónimo hermoso como pocos, de sabor árabe como muchos otros de estas tierras. Fueron tierras de aguas las de El Albardial, y también las de los alrededores, de esas aguas que lo purifican todo, hasta el mal, hasta lo peor. Nada se les resiste. Los nombres de aquellos predios nos la recuerdan continuamente: el Pozo del Empego, ya en el término de Alcázar, el Pozo de la Lagunilla, en el de Criptana, y una «Caseta del Agua», también en Criptana, al sur del camino de Alcázar, y el Arroyo del Albardial…
Y hubo allí, en El Albardial, un pozo, que Criptana consideró suyo, pero del que de vez en cuando, al parecer, se proveían los vecinos de Alcázar. No sentaba muy bien esto en Criptana, allá por 1890, y su ayuntamiento por ello, en sesión ordinaria del 17 de julio de ese año, tal y como nos cuenta el Boletín Oficial de la Provincia de Ciudad Real, del 22 de agosto de 1890, acordó que:
… la Guardería prohiba, por solo un día que los vecinos de Alcázar de San Juan se provean de agua en el pozo del Albardial, y se ruegue al Sr. Gobernador civil tenga por interpuesta la discordia respecto á la pertenencia del mismo y fijación del mojón núm. 6, que debe respetar aquella ciudad.
Discordias de viejos tiempos. Queda el lugar del Pozo del Albardial ya en término de Alcázar, y no junto al límite, sino muy metido en él, a 1.800 metros al oeste de esa imaginaria frontera que recorre los campos, y a poco más de 1.600 metros del pie del Molino del Cerro de la Horca («en ruinas», dice el mapa), también en el término de Alcázar.
Pasaron los años, y pasaron muchos, y ochenta y un años tuvieron que pasar, para que, en 1971, el ayuntamiento de Alcázar de San Juan decidiera en el pleno de la Corporación Municipal, celebrado el día 2 de julio:
… enajenar la caseta, instalaciones y terrenos anejos situados en el Arroyo del Albardial o de los Centenos, que en su día estaba destinada a elevación de agua potable para suministro a la población de Campo de Criptana, instalaciones que han quedado en desuso por innecesarias y desafectadas al uso público de su inicial destino, variando su calificación por la de propios, previo expediente tramitado al efecto.
Sube a la sierra de los molinos, lector, y dirige tu mirada hacia el suroeste, y verás esas tierras de El Albardial, verás esas tierras inacabables de la llanura manchega y sentirás, por un momento, que estás tocando la eternidad. Recuerda los tiempos en que no había límites para la tierra, en que todo era uno, en que aquella llanura seguía siendo infinita y se confundía con el cielo, y el cielo se confundía con ella, y eran todo uno. Recuerda, lector, aquellos tiempos en que no había límites, ni fronteras, sólo infinitud. No desesperes; piénsalo: la sigue habiendo… a pesar de todo.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO
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