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Pasó el primer día de feria, y llegó la noche, y acabó aquel domingo, día 1 de septiembre (Las ferias y fiestas del cambio, Campo de Criptana 1889, I; Las ferias y fiestas…, II; y Las ferias y fiestas…, III). Da cosa decirlo, pero las ferias y fiestas criptanenses ya estaban a la mitad. La verdad es que eran aquellas ferias y fiestas más cortas que un suspiro. Para dos días, para sólo dos días de fiesta, un día y otro, y ya… estarían todos los criptanenses un año entero por aquellos tiempos esperando ese respiro, ese breve desahogo, ese paréntesis en la vida cotidiana…
Y comenzaría ya el segundo día de feria, segundo y último. Lo repito: da cosa hasta decirlo… de lo corta que era la feria. Y comenzaron ese segundo día las celebraciones a las ocho de la mañana con la función religiosa en honor al Cristo de Villajos, como era de rigor y de tradición en tales circunstancias. Parece que aquel día no hubo diana a cargo de la Banda de Música de Bernardo Gómez; era un acontecimiento, al parecer, reservado únicamente al primer día de feria, quizá como un llamamiento a los criptanenses a participar en los festejos, a despertar de esa vida cotidiana y olvidarse por dos días de los quehaceres diarios, de las penas, de los sufrimientos… A lo mejor no fueron tantos los que madrugaron aquel segundo día de feria para ir a la función; a lo mejor los que tenían gallo lo pusieron en hora para que cantara en el momento adecuado; o a lo mejor lo dejaron para que cantase cuando quisiera y, si no cantaba, mejor. A lo mejor donde se ponga un gallo como despertador que se quite todo lo demás, siempre y cuando no sea uno de los gallos impotentes de la señora viuda de Fernández Baldor, o a lo mejor no tiene nada que ver para un gallo el fecundar y el cantar (véase: Mucha gallina para tan poco gallo… y el tremendo disgusto de la señora viuda de Fernández Baldor, Campo de Criptana, 1928).
Lo peor que podría ocurrir, sin diana, sin despertador y sin gallo, es que se llegase tarde o no se llegase a aquella función al Cristo de Villajos, ritual todavía en latín, celebración con el brillo de tiempos pasados en aquella vieja y monumental iglesia que ya no existe, quizá el momento para desplegar toda la pompa y circunstancia eclesial como pocas veces se hacía en el año. Pero, suponemos, incluso sin diana de la banda de Bernardo Gómez, incluso sin gallo de carne y hueso y sonoro kikirikí matutino, fueron muchos los criptanenses que se despertaron aquel día segundo de feria dispuestos a quemar la vela por los dos extremos, o, digámoslo claramente, la media vela que quedaba. La función era, realmente, lo más importante de aquellos festejos, y a ella acudiría lo más granado de la sociedad criptanense, autoridades civiles y eclesiásticas, y a la cabeza de todos, siguiendo la función en la intimidad de sus propias capillas, el poderío local de título emperifollado, heráldica florida y genealogía emparentada, por lo menos, con el rey de Aragón, o con el de Castilla, o, sin exagerar mucho, con los merovingios, que es cosa de mucha sustancia.. o a lo mejor con algún rey visigodo, que todo es posible en las cosas genealógicas. Y también estarían los vecinos corrientes, los anónimos habitantes de un pueblo, aquéllos que dan forma a la vida cotidiana, aquellos que son la vida misma y que, en el fondo, son la historia, porque ellos la hacen.
Poco espacio habría, quizá, en aquellas fiestas para celebraciones mundanas. Pero las había también. Una vez acabada la celebración religiosa y de diez a doce de la mañana habría «elevación de globos y figuras aerostáticas» que producirían, sin duda, gran deleite en la muchedumbre no acostumbrada, sin duda, a tales espectáculos en aquel Criptana de finales del siglo XIX que tenía todavía un pie amarrado al Antiguo Régimen y otro a las perspectivas de la modernidad.
Y por la tarde, casi sin sobremesa y sin siesta alguna, tendría lugar uno de los actos más importantes de la fiesta: el regreso de la imagen del Cristo de Villajos a su santuario, como dictaba la tradición y exigía el protocolo eclesiástico. Partiría la imagen de vuelta a su santuario e irían en acompañamiento multitudinario las autoridades religiosas y civiles y las fuerzas vivas de la localidad, y también los que no eran fuerzas vivas, sino vecinos normales y corrientes, a despedirla a las afueras del pueblo. E iría, sin duda, también, la banda de música del farmacéutico y músico Bernardo Gómez, que no podía faltar en estos actos. Y recorrería de nuevo la imagen a hombros de criptanenses el camino ondulado hasta su ermita, aquella tarde calurosa de finales del verano, entre las tierras quemadas por el tórrido sol estival… aquel segundo y último día de fiestas en Campo de Criptana de aquel año de 1889.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO
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