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Decíamos ayer que no convenía que la crónica de sucesos se enseñoreara de este blog (véase: Más sobre la muerte en las profundidades, Campo de Criptana 1920). Para el artículo de hoy, sin embargo, dejamos caer en saco roto tal afirmación y perseveramos, por tanto, en la crónica de sucesos, y también en la crónica negra aunque no con un caso en particular, sino con una reflexión general sobre lo ya escrito y lo que quede.
Tengo que reconocerlo: le he cogido gustillo a este tipo de historias, a esta crónica negra criptanense, a ciertas truculencias y motivos macabros que forman parte del pasado de esta localidad. ¿Has pensado alguna vez, animoso lector, que quizá alguna de tus calles tan transitadas, quizá alguno de esos rincones que forman parte de tu vida cotidiana pudieron ser en el pasado escenario de un crimen o de una muerte en circunstancias misteriosas? ¿Cuántos de quienes cotidianamente recorren ciertos tramos de la calle de la Virgen saben que quizá, en el lugar que ocupa aquella misma acera, ante aquella misma puerta que hoy aparece ajada y abandonada, allí mismo, pudo morir alguien de un disparo a quemarropa? (véase: El extraño asesinato de Santos Ortiz, Campo de Criptana 1885). ¿O sabes, lector, que aquel tranquilo Paseo de la Estación criptanense, aquél en el que no se mueve una pluma si el viento no lo quiere, aquella plácida calle en el que a veces parece no querer pasar el tiempo, fue escenario de un crimen pasional? (véase: Campo de Criptana, 1910: El espantoso crimen del camino de la estación) ¿O sabes que hubo un tiempo en el que ni los muertos podían encontrar descanso justo y merecido después de una vida, corta o laga, llena de afanes y de fatigas? (véanse: Campo de Criptana, 1911: La espeluznante historia del saqueador de tumbas; Campo de Criptana, 1911: Más sobre la espeluznante historia del saqueador de tumbas… y su mujer; Campo de Criptana, 1911: De nuevo, sobre la espeluznante historia del saqueador de tumbas… y su mujer ¿El desenlace?; y «Negrina Corona», a la venta en Hijos de P. Alarcón, y la espeluznante historia de las botas, Campo de Criptana, 1912).
Cuando paseo por algunas calles y rincones criptanenses no puedo evitar pensar que en ciertos lugares ocurrió algo tan terrible que la historia lo borró del recuerdo casi inmediatamente. Allí, ante aquella puerta murió fulano por un tiro a quemarropa; allá, en esa calle, junto a esa casa, cayó mengano víctima de arma blanca; en ese pozo apareció una mujer muerta, y por aquí, bajo la luz de la luna, hacía de las suyas en el cementerio el saqueador de tumbas rebuscando entre ataúdes y tumbas en la decrepitud cadavérica. Mal fario, mal fario… Posiblemente el tiempo haya recluido estos hechos en las nebulosas y procelosas nieblas del pasado; posiblemente la memoria ya los ha olvidado para siempre. Es lo que se hace cuando un recuerdo no gusta. Ninguno de los que se echaron las manos a la cabeza consternados ante ciertos acontecimientos entonces vive para hoy contarlo. Toda aquella generación desapareció. Sic transit gloria mundi. Sólo nos queda escarbar un poco en ese pasado oculto, y poco a poco vamos desenterrando aquella crónica negra, ya olvidada, que en un tiempo conmovió a todo un pueblo.
A lo mejor, a este paso, si seguimos desempolvando tanta historia truculenta tendremos que inventarnos un detective que aparezca de vez en cuando por este blog y que se dedique a investigar estos crímenes. A lo mejor nos hace falta una señorita Marple a lo Agatha Christie o a alguien como el Plinio de Francisco García Pavón. A lo mejor llegamos, incluso, a un Sherlock Holmes criptanense y a un Doctor Watson, también criptanense.
No tendría nada de raro que el día menos pensado un detective apareciera de repente en estas historias. No sería la primera vez que ocurriera algo así. Habrás observado, atento lector, que de vez en cuando sale a relucir un caminante en estos escritos, un caminante anónimo, al que yo tampoco conozco, pero que sé que está en estas historias y se mueve como pez en el agua, y que a veces escapa a mi control y hace lo que le da la gana, y tanto le da adentrarse por las calles del «monopoli» criptanense que echarse al monte y recorrer los parajes criptanenses de tan hermosa y variada toponimia. Es ese mismo caminante que a veces aparece y desaparece por estos predios, como el Guadiana, como quien no quiere la cosa; es ese mismo caminante al que advertirnos sobre los numerosos peligros de los caminos manchegos, al que rogamos que no se aventure en la noche en el Cerro Lobero, porque si los antiguos le pusieron este nombre por algo sería, porque los antiguos no ponían los nombres a tontas ni a locas; es ese mismo caminante al que le suplicamos que dé un rodeo en su itinerario, que evite la Cañada del Muerto, que con ese nombre nada bueno puede traer ese paraje, que es de mal agüero, tanto o más como aquella pequeña elevación del terreno que se halla, sí lector, a 666 metros sobre el nivel del mar, 666 metros, no muy lejos de allí, en tierras criptanenses. Es aquel mismo caminante al que amonestamos sobre sus viajes en martes 13. No se puede escapar a la maldición de la triscaidecafobia (véase: Crónica negra ferroviaria, III: Campo de Criptana, 1928). No hay que tentar la suerte; nunca se sabe cómo pueden acabar las cosas. A lo mejor, el día menos pensado, aparece un detective criptanense en estos escritos…, así, como quien no quiere la cosa y sin que nos demos cuenta. Nunca se sabe. A lo mejor, para colmo, es un martes y 13.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO