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Comenzábamos a hablar ayer sobre el curioso artículo firmado por Eulogio Montero, de Llerena, en el periódico pacense Correo de la mañana, año IV, núm. 1015, del 6 de febrero de 1917 con el título El excelentísimo señor conde de las Cabezuelas, bienhechor de la Humanidad. El título ya lo dice todo, y el comienzo y parte del artículo que transcribíamos ayer nos dicen más. Debe haber una razón oculta que se nos escapa hoy, casi 100 después, para que Montero escribiese este artículo, y más en Llerena, tan lejos de Campo de Criptana. Lo cierto es que el artículo ahí está, publicado, y ahí ha quedado para siempre, por lo menos, mientras el mundo exista, y no sabemos cuánto durará porque sobre estos arcanos del tiempo y más que del tiempo, del final de los tiempos, no nos podemos pronunciar, ni aunque nos leamos con fruición y detenimiento el capítulo 11 del libro de Daniel. La apocalíptica es así, misteriosa, más misteriosa que ninguna otra cosa del mundo y hay que saber leerla muy bien, porque si no, hay que reconocerlo, a uno le entra una cierta angustia.
Ayer veíamos cuál era el principal argumento que justificaba la publicación del artículo de Montero (véase: Un panegírico para el Conde de las Cabezuelas, Campo de Criptana 1917, I). Continuemos hoy con el texto del artículo, con el que hemos dado en llamar «Alegato contra la avaricia»:
De estas emociones conmovedoras y semidivinas están ayunos los avaros, avariciosos y avarientos, porque el metal no produce efectos semejantes, y sí la sensación del temor de que sea robado, y a tal extremo lleva ese temor al hombre metalizado, que su corazón se convierte en un pedazo de metal; en razón a que «el ser amante se transforma en la naturaleza del ser un objeto amado».
Y seguidamente se expone el segundo argumento que justifica el panegírico; lo podríamos llamar «Elogio de la filantropía»:
Pero no basta a la filantropía del señor conde predicho lo que hace vistiendo al desnudo, sino que sabiendo también que durante la temporada de invierno los niños están en las escuelas ateridos de frío (cosa que ocurre en casi todas las escuelas españolas) hasta el punto de que les imposibilite el estudio, ha dispuesto que se provean de calefacción abundante.
Una nota a pie de página (extrañeza de las extrañezas en un artículo de periódico) apostilla a la palabra «abundante»:
Hasta tal punto llega lo inhumano de los gobernantes en esta materia, que se pierde casi todo el tiempo de clase dedicándose los niños a juegos para entrar en reacción.
Aquí lo dejamos por hoy. El «Alegato contra la avaricia» y el «Elogio de la filantropía», han sido dos argumentos adicionales que sustentan este escrito; precisamente, la generosidad y la filantropía son lugares comunes en el lenguaje del género panegírico y no pueden faltar en él.
Por lo demás, no exagera Montero cuando nos pinta así las escuelas españolas de su época. No era sólo cosa de Criptana; era algo muy generalizado. Quizá, es que aquellos no eran tiempos para la lírica. Pero: ¿Es que los nuestros no lo son? ¿Es que ha habido alguna vez buenos tiempos para la lírica? Creo que no. No ha habido nunca; la lírica, como la educación, vive sus perpetuas crisis, las ha vivido y, quizá, las seguirá viviendo, por siempre.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO