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A Madrid en tren (Cuadro "Madrid, Príncipe Pío"): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

A Madrid en tren (Cuadro «Madrid, Príncipe Pío»): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

Un nuevo capítulo de esta novela nos traslada hoy a otro encuentro. Es ésta una historia de encuentros, más o menos como la vida misma, porque también la vida se hace a partir de encuentros que no son otra cosa sino las casualidades que dan forma a la realidad del día a día. ¿Casualidades o destino? Que cada uno piense lo que quiera. He aquí, por tanto el capítulo VI de la novela Abismo de sangre titulado «Fulgencio y Jacinto».

Capítulo VI

FULGENCIO Y JACINTO

Fulgencio el joven es hijo de don Fulgencio Sigena, el veterinario. Don Fulgencio era rechoncho, resoplaba como un búfalo y lucía un mostacho que, de haberlo visto Romanones, hubiera palidecido de envidia. Acostumbrado a tratar con mulos y borricos, se había contagiado de burricie, tanto en el carácter como en el cacumen. Pero, eso sí, era muy piadoso; presidía una cofradía de semana santa y sufragaba los gastos del novenario en honor de la patrona del pueblo; y caritativo porque sus rentas se lo permitían, sobre todo con el Hospicio de San Bartolomé. Gozaba de la amistad y confianza del delegado gubernativo y del señor obispo; era la cabeza visible del catolicismo estilo Rerum novarum y presidente del Sindicato Agrícola Católico, cuyos estatutos se ajustaban al dogma y las sanas costumbres.

Gran Vía y Alcalá: Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

Gran Vía y Alcalá: Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

Desgraciadamente don Fulgencio había fallecido y su hijo había heredado la fortuna, el prestigio, las amistades, los cargos y responsabilidades de su padre, menos la profesión, circunstancia que lo había liberado del brusco carácter paterno. Su profesión conocida era la de “hijo de”, aunque se decía que había estudiado derecho, posición harto incómoda para estudiar. Lo que con más certeza se sabía es que le gustaba la caza, la gimnasia y pasearse con el Hispano-Suiza, aparte de engendrar cuantos hijos quisiera darle Dios en el sufrido vientre de doña Petunia, hija del señor conde de Las Cabrejas. También viajaba con frecuencia a Madrid por gestiones relativas a sus iniciativas sociales, educativas y caritativas, según se decía, porque gracias a su suegro podía acceder con facilidad a altos cargos gubernativos. En suma, la afabilidad, campechanía y generosidad de Fulgencio hijo era proverbial; le servían para cubrir con creces la maledicencia de los envidiosos y descontentos, que nunca faltan.

Para desgracia de los dos, de Jacinto y de Fulgencio, el azar quiso juntarlos un día. Sucedió en Madrid el doce de abril a la caída de la tarde cerca del Teatro Calderón. Jacinto había ido a Madrid con el propósito de ofrecer a los propietarios de los flamantes almacenes Madrid-París, inaugurados en plena Gran Vía madrileña no hacía mucho por el mismísimo Alfonso XIII, la posibilidad de abrir una pequeña sucursal en el pueblo, para lo cual ofrecía las instalaciones de su mercería, su experiencia y el auge comercial del pueblo ligado a los negocios vitivinícolas. Y al terminar su prometedora gestión, en lugar de volver a su casa, decidió hacer noche en la capital para divertirse un rato viendo a Celia Gámez en Las Corsarias.

En una calle de Madrid_Cuadro "La Calle Mayor (desde el ático de mi amiga Lola"): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

En una calle de Madrid_Cuadro «La Calle Mayor (desde el ático de mi amiga Lola»): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

Venía de Esparteros 12, donde vivía su hermano, y cruzaba por la plaza de Pontejos cuando vio a Fulgencio amartelado con una morenaza llena de curvas y turgencias. La sorpresa fue tan grande que al principio dudó si en efecto era su intachable y honorable paisano, pero a medida que se cercaba a ellos la duda se disipó. Los estuvo observando medio oculto tras el monumento dedicado al benemérito marqués que da nombre a la plaza hasta que los perdió de vista en un portal.

— ¡Vaya, vaya, vaya! —se dijo— Así que por eso viene tanto a Madrid, el hijoputa este. Mucha misa, mucho rosario, mucha Acción Católica, mucha hostia el fariseo de mierda. Pero a este le saco yo hasta las tripas. Si hubiese sido al revés, el sinvergüenza republicano era yo, claro. Estos meapilas son unos hipócritas, pero este se va a enterar de lo que vale un peine, vaya si se va a enterar.

Desde ese día Jacinto procuró hacerse el encontradizo con Fulgencio. Al poco una mañana dio con él en el bar del casino y aprovechó la ocasión.

— Hombre, don Flugencio, con usté quería yo hablar un ratico. —Y al hablar, para mortificarlo y marcar el contraste entre el honorable y el zafio, recurrió cuanto pudo a expresiones rústicas.

Fulgencio se quedó perplejo. Se conocían, porque en los pueblos se conoce todo el mundo, pero no recordaba que hubiesen hablado jamás. Si había alguien que le fuese ajeno, ese era Jacinto Miralla. Pero no supo eludir la conversación, zafarse de una compañía que le resultaba particularmente molesta y desagradable. Pese a todo se dispuso a escucharlo con la mayor circunspección.

— Usted dirá —le respondió, mientras trataba de imaginar de qué quería hablar con él un individuo por el que sentía profunda aversión.
— Pues ná, que como el otro día lo vi por Madrí, me dije, digo habrá venío por lo de las escuelas esas que quería usté hacer, que a mí me paece una idea mu buena, porque la educación, que es la base del pogreso, tiene que ser preocupación de tós.
— Perdone usted, señor mío, pero ahora hace días que no he ido a Madrid. Sin duda me confundió con otro.
— Je, je, que mala memoria tenemos, don Flugencio — Jacinto sonrió socarrón; y bajando la voz hasta convertirla en susurro le precisó los datos de día, hora y lugar—; que sí, que estuvo usté el jueves pasao, que iba yo por Pontejos, ya sabe usté que es el paraíso de la mercería, porque me se ocurrió ir al teatro a ver esa función tan bonita que ponen, ¿cómo se llama? El médico de su honra me paece, que no sé cómo me se han quedao en la cabeza unas palabras bien apropiás que dicen, la dieta del silencio, que es guardar la boca. Total, que lo vi a usté mú arreglao con un terno azul, con aquella señora tan bien puesta agarrá del bracete, la morena, ¿verdá? Pero, ya digo, yo callao, como si no hubiese visto ná, ya le digo.

De teatros en Madrid (Cuadro "Plaza de Oriente"): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

De teatros en Madrid (Cuadro «Plaza de Oriente»): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

Fulgencio quiso hacer como que no entendía, pero notó de pronto la boca reseca, el bum-bum acelerado del corazón y, aunque él no podía verlo, la palidez del rostro. Sacando fuerzas de flaqueza, tomó con aparente calma la copa de vermut y se la llevó a los labios; un leve temblor delató su agitación. Todavía pudo articular sin mucha convicción unas palabras.

— Sin duda se confunde usted; ese que usted dice haber visto le aseguro que no era yo. Mi palabra contra su palabra.

Jacinto se refocilaba comprobando la turbación de su víctima. Sabía que lo tenía atrapado, que ya no podía escapar de la telaraña donde había caído. Y lanzó el órdago final.

— Si yo lo comprendo, don Flugencio, lo comprendo; si tós tenemos pecadillos de juventú. La ventaja de los católicos sobre los que no lo semos es que ustés van luego al confesionario y compran el perdón Pero usté sabe mu bien que no miento. Pero no se preocupe, que yo no voy a ir pregonando por ahí ná de esto. Yo lo que quiero es que el asunto quede ná más que entre nosotros. ¿Pá qué nos vamos a engañar? Usté y yo semos mu distintos y estamos en sitios distintos en la sociedá y en las ideas. Pero ahora, don Flugencio, vamos a ser amigos, ¿eh? Y los amigos arreglan las cosas amistosamente. Mire usté, yo tengo una afoto que vale lo suyo…, a más que ya sabe usté el refrán, que la sospecha o el rumor ya es una mancha de honor.
— Pero esa foto que dice usted, amigo Jacinto —no le pasó desapercibido a éste el cambio de tono—, yo quiero verla.
— La verá, hombre, la verá. Ahora no la llevo encima, no vaya a ser que me se pierda y entonces si que hacemos un pan como unas hostias, con perdón. Si yo no quiero guardala, quiero que la tenga usté. La cosa debe quedar entre nosotros, cómo no, si son cosas de hombres, que usté es un hombre mú fogoso, pá qué nos vamos a engañar.
— Mire, Jacinto, no sé dónde quiere usted ir aparar con todo este cuento.
— Digo lo de fogoso sin malicia, don Flugencio, no se piense otra cosa, pero usté, aparte su señora, que es una bella persona y le ha dao un montón de hijos, tiene energía pa más, y eso está bien; no hay que frenar a destiempo, que ya vendrán los años, usté ya me entiende ¿verdá? ¡Qué me va a contar a mí, que echar una cana al aire a nadie le hace mal!

Y luego al Retiro... (Cuadro "Estanque del Retiro"): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

Y luego al Retiro… (Cuadro «Estanque del Retiro»): Óleo de José Manuel Cañas Reíllo (2011)

Fulgencio estaba cada vez más molesto en aquella situación de la que no sabía cómo salir. Una conversación tan larga con quien menos podía congeniar no sólo le incomodaba, sino que se daba cuenta de cómo intrigaba a los pocos presentes en el bar a esa hora. Por su cabeza desfilaban vertiginosamente ideas confusas; no terminaba de creerse lo de la fotografía, pero tampoco dudaba de que Jacinto lo hubiera visto dónde, cuándo y como decía; le aterraba la posible prueba, pero no lo inquietaba menos la murmuración, aunque pudiese afirmar que se trataba de una calumnia. Y eso le hacía recordar la certera descripción que Rossini hizo de ella en la famosa romanza. Si al menos se abriese ahora mismo una sima infernal que se tragase a Jacinto, como hizo con don Juan, o si le diese de pronto un patatús mortal…

— Voy a proponele un trato que podría resolverlo tó. Usté, don Flugencio, tiene un hijo, el Feliciano, ¿verdá?, en edá casadera y yo tengo una hija, la Magdalena, también casadera. ¿Y por qué no los casamos? Mi chica es buena moza y llevará al casamiento una dote de mucha sustancia. Ellos seguro que se entienden y se quieren en cuanto les ayudemos un poquillo a conocerse, a tratarse, que del roce nace el cariño, ¿no le paece? Y lo pasao, pasao y no se hable más.
— ¿Pero qué dice usted? ¿Cómo puedo yo decirle a mi hijo con quién ha de casarse? El matrimonio es algo muy serio, don Jacinto.
— No lo dirá usté por su experencia, ¿verdá? —y mientras lo decía, se vanagloriaba secretamente de haber recibido tan graciosamente el “don”—. Mire, don Flugencio, hay que pensar en tó. Ponga que emparentamos; usté no tiene que renunciar a sus ideas, ni yo a las mías. Pero los tiempos están revueltos y no sabemos por dónde puede desembocar la martingala esta de don Miguel, que cualquier día la palma; y el Rey, pues me creo yo que va a salir mú tocao. ¿Y después? Así, pase lo que pase, los dos tenemos un apoyo, usté en mi terreno y yo en el suyo. Si lo piensa bien, los dos ganamos, y los chicos también.
— Tiene usted razón; hay que pensar. Déme tiempo y ya hablaremos.

Jacinto pensaba alborozado que “ya lo tengo agarrao por los cojones;” Fulgencio, que ríe mejor el último.

Se separaron con intención de verse días después. Pero ya no volvieron a verse porque la muerte se llevó por delante a Magdalena y a Jacinto lo dejó maltrecho para los restos.

Cuando éste revive esos recuerdos desemboca sin poder evitarlo en aquella noche maldita camino de la estación, que arruinó para siempre su vida. Porque el asesinato de Magdalena le ha pesado desde entonces como una losa imposible de remover. Todas sus ilusiones, proyectos y triquiñuelas se derrumbaron, su salud quedó comprometida y su cabeza embarullada, turbia, alelada. La única ventaja es que se ahorró los años terribles de la guerra y lo que vino después. Su guerra la vivió aquel día nefasto y todavía le duraba.

VICENTE MARTÍNEZ-SANTOS YSERN

El hombre hace propósitos, dibuja las líneas de su futuro en el aire y el futuro, como el cántaro que tanto va a la fuente, a veces se rompe. El destino siempre dispone, o a lo mejor es la casualidad de esos encuentros la que hilvana todos los acontecimientos y va dando la forma a la historia de cada uno, que no es sino, en el fondo, una parte de la historia de todos, un hilván entre muchos. [NOTA DEL EDITOR]