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Se hace esperar la dichosa fotografía. Tres días con éste hablamos ya de ella, tres días que dejamos volar la imaginación, aunque hay quien ha pedido que se publique… reconozcámoslo, no sin la razón, no sin toda la razón del mundo. A lo mejor es que al que escribe le gusta perderse en estos recovecos… mañana la publico mañana no la publico, pasado mañana la publico, o no la publico… vaya usted a saber. A lo mejor es que el escribe sigue pensando que todavía mil palabras valen más que una imagen. A lo mejor el lector se decepciona en el momento indeterminado del futuro cercano (o lejano) en el que pongamos esa fotografía aquí. A lo mejor todo lo que la imaginación se haya desbordado cae en la más honda decepción. «¡No era para tanto!» Habrá, quizá, quien diga. «Tantas vueltas para esa fotografía»… habrá quien insista en la cuestión… «o el parto de los montes», el horaciano, por supuesto, o mucho ruido para pocas nueces. A lo mejor ocurre así, porque en estas cosas de la guerra perpetua entre imagen y palabra, guerra que, digamos la verdad, hunde sus raíces en las tinieblas del pasado más lejano, casi siempre pierde ésta, la palabra, vencida por la imagen… pero, digamos la verdad, siempre en victoria pírrica.

¿Que una imagen vale más que mil palabras? Creo que no. Para mí no. Para mí siguen valiendo más mil palabras que una imagen, porque sólo una palabra, sólo una, permite evocar, permite imaginar, trae nostalgias, arrastra añoranzas, hace aflorar recuerdos…. La imagen es, por supuesto, más efectiva, pero también más momentánea, más fugaz, más efímera y más tornadiza… y a lo mejor un poco casquivana con el olvido.

Me interesan sobre todo de Criptana las palabras, más que la imagen, y sobre todo las palabras que pueden emanar de una vieja fotografía, con ese sabor del pasado en blanco y negro o sepia, esas fotografías en que parece que el cielo esté eternamente nublado, en que parece que siempre está a punto de llover, en las que, en definitiva, el tiempo parece haberse detenido… para tocar por un momento la eternidad.

La fotografía nos muestra al Criptana de antes de la Guerra Civil plácidamente acostado sobre las colinas de su sierra, imagen en que nada desentona, imagen en que todo es armonía, entre sus blancos cal y sus tejados (de teja árabe, por supuesto), y sus campos de surcos casi infinitos en primer término. Entonces las casas mismas tenían sus raíces en los campos; hoy ya no, porque hoy un casi infinito cinturón de castidad de cemento y hormigón aísla a Campo de Criptana de sus campos circundantes. Los muros blancos surgían de la misma tierra, casi como fundiéndose con ella; hoy ya no. De vez en cuando una puertecilla, de madera, seguramente claveteada, también seguramente, como puesta por casualidad en un muro blanco, da al campo. No hay nada más hermoso quizá, que abrir una puerta y descubrir al otro lado la infinitud de la llanura manchega. Eso era posible entonces. Hoy ya no. Criptana ni es pueblo ni es ciudad, ni es ciudad ni es pueblo ¿qué es entonces? No lo sé, pero a medida que un pueblo, pueblo, se va desprendiendo de sus raíces rurales, va perdiendo, sin remedio, su identidad. Una puerta al campo en un muro blanco… y no era la única. A lo mejor esas puertecillas, que casi parecen de emergencia, salpicadas en murallas de tierra encaladas abrían el pueblo al campo y el campo al pueblo, como un lugar en el que ambas realidades parecen fundirse.

Sigamos los surcos y ellos nos llevarán al Campo de Criptana de entonces, al de su iglesia vieja y su torre (de las más altas, si no la más alta, de la provincia), la que tenía los días contados por la barbarie, y nos guiarán por sus calles, todo hacia arriba, entre entresijos y pendientes, para llegar a la sierra de los molinos. El blanco brillante de la ermita de la Virgen de la Paz sobresale allí, sobre la colina, como un recortable infantil. El tiempo se lleva las imágenes, pero no las palabras, por eso sigo creyendo que mil palabras valen más que una imagen.

¿Que cuando pondremos la imagen? Un día de estos… sin prisa.

JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO

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