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Tendríamos que decir ahora (es el momento) lo que en otras muchas ocasiones hemos dicho respecto a otras series, es decir, que ésta se está alargando más de lo que en un principio estaba previsto. Y así está siendo, y así lo decimos… para no ser menos. En efecto, esta serie sobre el «Chico de Criptana» ya sospechábamos que sería algo larga, quizá cinco o seis artículos, pero no pensábamos que llegaríamos a los cinco artículos, ni creíamos que llegaríamos a los diez. Pero con el artículo e ayer ya rebasamos este número, y llegamos al once. Pues sí… nos está saliendo esta serie un poco más larga de lo inicialmente planeado. Pero ¿qué le vamos a hacer? La materia manda y en esto la historia del «Chico de Criptana» tiene mucha miga, y muchas implicaciones, pues es curioso cómo una anécdota que no tendría que haber sido nada más que eso, es decir, una anécdota, se salió de sus casillas convirtiéndose en un problema político. Los tiempos ya estaban un poco revueltos.

Comenzábamos en el artículo de ayer a desgranar el escrito sobre el «Chico de Criptana» quede Francisco Grandmontagne Otaegui publicó en la revista bonaerense Caras y caretas, núm. 1.310, del 10 de noviembre de 1923, págs. 32-33. Es decir, se publicó este escrito cinco meses después de los hechos. Esto nos puede dar una idea de la profunda repercusión que tuvo en la opinión pública.

Y continuamos donde lo dejábamos ayer, pues, como ya advertíamos, era necesario dividir la materia dada la extensión del escrito de Grandmontagne. Retomamos, pues, al momento en que el autor nos situaba en el final exitoso de la becerrada en la que había participado el «Chico de Criptana»:

Al día siguiente la prensa local consagraba al nuevo torero loas que no alcanzaron Belmonte ni Joselito. Las crónicas reflejaban un entusiasmo que rayaba en locura. El torero eclipsaba al gobernador. «El Chico de Criptana» dejaba en obscura penumbra a don Ramón Baíllo.

Pero en la primera sesión del Congreso, el señor Arroyo, diputado nacional por uno de los distritos de la provincia, pidió la palabra y leyó una de las crónicas de la corrida. La interpelación al gobierno causó gran regocijo en la Cámara. El Sr. Arroyo fué un río de elocuencia para condenar la conducta del Gobernador. Y el ministro del Interior, o Gobernación, le destituyó por telégrafo.

«… por telégrafo». Así fue la destitución. Es algo en lo que insisten casi todos los textos que vamos encontrando. A lo mejor eso no son maneras de destituir a la gente. Y ahora Grandmontagne nos ofrece el punto de vista del exgobernador:

El Sr. Baillo ha dirigido un comunicado a los diarios de la corte, que es una especie de manifiesto al país, justificando su conducta. «No quiero discutir – dice – si es o no lícito a una autoridad el divertirse honestamente fuera de los actos de su misión oficial ejercitando éste o el otro deporte; yo recuerdo los nombres de muy altas e ilustres personalidades que en Castilla y en Andalucía actuaron en tientas, becerradas, encerronas, derribo y acoso de reses bravas, etc., como otras matan sus ocios interviniendo en «matchs» de «football», de «tennis» o de polo; recuerdo que muchos de esos deportistas habían sido, y serás, embajadores, ministros, gobernadores, y otros actuaron siendo jefes en activo del ejército o de instituciones civiles, sin que por ello nadie les motejase y tratase de ponerlos en ridículo para provocar una sanción de sus jefes.

Hasta aquí llegamos hoy. Y, en efecto, tenía mucha razón el exgobernador Baíllo en sus argumentos. En lo que sigue, dará las razones por las que la cuestión se salió de madre y se convirtió en problema político, sin serlo en origen. Pero esto es asunto para mañana.

JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO