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Dejábamos ayer a Ramón Baíllo, en otro tiempo gobernador de Palencia, pues había sido cesado de su cargo a mediados de julio de 1923 por haber participado en una becerrada con el nombre de «Chico de Criptana», dando explicaciones sobre lo ocurrido. Era en la revista bonaerense Caras y caretas, núm. 1.310, del 10 de noviembre de 1923, págs. 32-33, mucho después, por tanto, de que hubiesen tenido lugar los hechos. Había recurrido el ex-gobernador Baíllo y a aducir algunos ejemplos de otros altos cargos y personalidades que habían simultaneado su cargo con aficiones deportivas; lo suyo, en su opinión, no habría sido muy diferente. En esas dejábamos el tema, y en esas lo retomamos hoy. Continuemos, pues, con la explicación de la posible persecución política a la que había sido sometido:
Luego explica el ex gobernador la razón de la denuncia del legislador Arroyo. Parece que en las pasadas elecciones a senadores, para que triunfara un amigo del diputado, propuso éste al gobernador que encarcelase a diversos opositores influyentes. Pero no hemos de seguir al Sr. Baillo en estos incidentes electorales. Su escrito termina así. «Satisfecho estoy de que en toda mi vida no haya encontrado el Sr. Arroyo otro acto que afearme que mi honesta diversión y mi afición a un deporte nacional que antes que yo ejercitaron muchas y muy ilustres y respetables personas. Ya no soy gobernador de Palencia; pero no salí del cargo por hechos deshonrosos».
¡Cierto, cierto! No ha salido por hechos deshonrosos sino todo lo contrario, por hechos heroicos, honrosísimos, por cultivar con arte y coraje del deporte nacional…
Era la crónica, lo recordamos, del escritor Francisco Grandmontagne Otaegui. Y retoma éste la palabra a continuación y viene en ayuda de Baíllo:
No está «El Chico de Criptana» o don Ramón Baíllo muy fuerte en historia antigua, ni aun en los anales modernos, pues pudo invocar muchos antecedentes justificativos de la compatibilidad que siempre hubo entre las funciones gobernantes y las aficiones taurinas. El Cid, por ejemplo, personaje político algo más importante que el ministro del Interior que ha destituído al Sr. Baíllo, intervenía en las corridas y estoqueaba toros con singular arte y valor. César Borgia que, entre otras muchas cosas, fué obispo de Pamplona y arzobispo de Valencia, estoqueaba igualmente fieras cornúpetas en el patio del palacio pontificio para divertir a su padre, Alejandro VI, y a sus amigos. Un jefe de gobierno, Calomarde, dictó una ley estableciendo cursos de tauromaquia en Sevilla. Hallándose en Arganda el general Espartero, que fué regente del reino, dió su espada a un primer espada que había olvidado la suya, diciéndole, según cuenta Jalón: «Toma, muchacho; mátalo con mi espada, porque estoy viejo ya, que si no…» El mismo escritor relata que al encontrarse Romero Robledo en la estación de Córdoba con un obispo y con Lagartijo al mismo tiempo, saludó con mayor efusión al torero. Y como alguien le advirtiera la diferencia, el agudo político replicó al punto: «Obispos hago yo ciento de un plumazo, y Lagartijos no nace más que uno». Es verdad, como no hay más que un «Chico de Criptana».
Muchos más ejemplos aduce Grandmontagne en apoyo de los argumentos del «Chico de Criptana», algunos más cercanos en el tiempo a los acontecimientos, pero eso ya será tema para el artículo de mañana, porque ya se va haciendo de noche, rápidamente, en estos días de otoño en los que ya tendría que estar lloviendo.