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Dejábamos ayer al escritor Francisco Grandmontagne Otaegui en su encendida defensa de las dotes taurinas del gobernador de Palencia, el «Chico de Criptana» en los ruedos. Se publicó el alegato dentro del marco de una crónica más amplia sobre el hecho que apareció en la revista bonaerense Caras y caretas, núm. 1.310, del 10 de noviembre de 1923, págs. 32-33, es decir, bastante tiempo después de los hechos. Y los hechos son la participación de Ramón Baíllo, gobernador de Palencia, en una becerrada toreando con el nombre de «El Chico de Criptana», pues de Campo de Criptana era él natural; y el consiguiente cese de su cargo por el ministro de la Gobernación, mediando previamente una discusión parlamentaria en la que la cuestión se convirtió en arma arrojadiza entre partidos, y contra el gobierno. A lo mejor, cinco meses después de los hechos, se podía ofrecer una visión algo más objetiva de la cuestión, y podrían las cosas descarriadas volver a su cauce, y se podría advertir, por fin, que el asunto no era para tanto.
Dio Francisco Grandmontagne ejemplos de casos similares de personalidades aficionadas a la tauromaquia en la historia más lejana española, y también los dio de la historia más cercana a su tiempo. En ellos, precisamente, retomamos hoy el hilo. No fue el gobernador de Palencia el único que era aficionado al toreo; hubo otros antes:
Hallándose Isabel II en la plaza de Madrid, un torero realizó la suerte del salto de la garrocha. En aquel instante la reina se distrajo y no vió la hazaña. Quiso que la repitiera, aunque ello encierra gran peligro, pues el toro se resabia del primer engaño. Por complacer a la Augusta, el torero intentó de nuevo el salto; pero el toro, ya escarmentado, le enganchó y le acribilló a cornadas, dejándole muerto en la plaza. He ahí a una reina, la máxima autoridad de la nación, interviniendo, como soberana en la dirección de la lidia, que sólo corresponde al primer espada. Y nadie pensó en destronarla por ello, como se ha destronado al gobernador de Palencia.
Y viene ahora el ejemplo más socorrido en la época entre los defensores de «El Chico de Criptana». Es el de Luis Mazzantini (1856-1926), famoso matador de toros que, una vez retirado, se metió en política, y ostentó varios cargos, entre ellos, el de gobernador de Guadalajara, como se dirá aquí, y también lo sería de Ávila. Sigue, pues, Grandmontagne:
Pero no hay necesidad de recurrir a tiempos pasados para justificar al Sr. Baillo. No hace mucho, en la anterior etapa liberal, Mazzantini fué nombrado gobernador de Guadalajara, la provincia donde mayor influencia ejerce el conde de Romanones. Y el célebre torero fué un excelente gobernador. Si Mazzantini ha podido convertirse de lidiador de toros en lidiador de hombres – que no otra cosa es un gobernador – ¿por qué el señor Baillo no ha de poder transformarse de lidiador de hombres en lidiador de toros?
Hasta aquí llegamos en esta enconada defensa de la simultaneidad como gobernador y como torero de Ramón Baíllo, defensa de Grandmontagne en el pensamiento de que no era imposible poder hacer dos cosas, o dos profesiones, o dos aficiones, con soltura. Queda más aún por decir sobre el artículo de Grandmontagne, pero eso lo dejamos para el artículo de mañana. Y con él pondremos el broche final al artículo de Caras y caretas… desde Buenos Aires.
JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO