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Abríamos ayer la mirilla hacia el pasado criptanense. Cuánto nos gustaría ver aquellos paisajes de un Criptana que tanto ha cambiado y que hoy no podríamos reconocer. Es más, aquel Criptana que hoy no podríamos ni imaginar, más pequeño y recogido que el nuestro de hoy, más concentrado en torno a su Plaza Mayor y a su gran vieja iglesia. Las ermitas criptanenses nos pueden dar una idea de los límites que tuvo en otro tiempo Criptana. Hoy todas, a excepción de las de los patronos y de la de San Isidro, caen en poblado, pero la etimología de su nombre, «ermita» nos indica que en otro tiempo estuvieron en despoblado, es decir, fuera del casco urbano. Viene «ermita» del latín eremita y su raíz del griego ἔρημος, «solitario», «desierto», «aislado».

Una de estas ermitas, la de San Sebastián, está hoy en pleno casco urbano, pero a finales del siglo XIX caía en las afueras criptanenses. Más allá, al este, hacia la salida del sol, ya había campos, campos y más campos, y colinas, y eras… seguro que muchas eras. Y en una de ellas había algo especialmente particular y curioso: un pozo de nieve ya en ruinas. Así se nos dice en el listado de propiedades eclesiásticas que salieron a subasta en aquel año de 1843, en este caso, fincas que habían sido propiedad del Santísimo Cristo de Villajos. Se publicó el listado en el Boletín Oficial de la Provincia de Ciudad Real, del 4 de septiembre de 1843. Fueron 14 los lotes pertenecientes a esta institución que salieron a la venta con los números 2.472 a 2.485, y en este último encontramos lo siguiente:

Una era empedrada de quinientas varas, en la de S. Sebastián, en la cual se halla un pozo de nieve destruido, rematada por Gregorio Olmedo en 375 rs.

El otro pozo de nieve, el aún existente, se hallaba en el Santuario del Cristo de Villajos. En su falda sur había un olivar de 116 olivos que fue rematado por el tatarabuelo Francisco Flores en 1.508 reales.

Hoy, contemplando el Criptana actual, nos resultaría casi imposible imaginar una calle del Santo que se dirigiese desde la Plaza de los Infantas hacia el este y tuviese la ermita de San Sebastián como final. Más allá, campos, caminos, eras, y más allá olivos, quizá, y quizá también siembras. Era el Criptana que tenía al oeste su final en la Plaza del Pozohondo, y allí su ermita de San Cristóbal también caía casi en despoblado, y era el Criptana en el que entraba el viajero procedente de Alcázar por la calle Alcázar, antes, mucho antes, de que las modernas carreteras trastocasen la red de rutas centenarias. Subimos de nuevo a la torre de la vieja iglesia, como hicimos ayer, y desde una de sus ventanas, entre viejas piedras, seguimos con la mirada en la lejanía un reguero de polvo que recorre un camino, lentamente. Es una galera, o un carro. Viene de Tomelloso o de Argamasilla. Ha cruzado, seguro, el Záncara por el Puente de San Benito… y enfila el camino hacia Criptana… antes mucho antes, de que las modernas carreteras transformasen para siempre el mapa de caminos seculares. Cerramos, por hoy, la mirilla al pasado y dejamos ahora que sea la imaginación la protagonista.

JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO