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Cruzó ayer el caminante la vías, y se encontró en un paisaje después de un polígono, en un lugar que no era una cosa ni otra, ni polígono, ni paisaje, sino desolación de cemento y alquitrán. Procura el caminante no mirar mucho alrededor. El que escribe hace lo mismo; procura no mirar, porque no entiende tal desperdicio de paisaje y de naturaleza, y de campos, y de siembras, para nada. Llega casi el nuevo polígono, el vacío, hasta el límite con Alcázar de San Juan. Para decir la verdad se queda a 500 metros que, hay que reconocerlo, no es nada. Es moderno el polígono, eso hay que reconocerlo, y tiene su trazado en damero, que es plano de mucho postín, pero sirve aquí para poco. Echa de menos el caminante los tiempos en que estos parajes eran campos interminables de trigo, o cebadales casi infinitos, tiempos no muy lejanos, o sí, depende de cómo se mire. Sólo rompía el horizonte la línea del ferrocarril, y algún regional de los de antes que surcaba los paisajes. Eran de tres coches; hoy los regionales, o de media distancia, como se llaman, que parece algo de más pedigrí, tienen cinco coches, y también surcan estos mismos caminos. Y también pasan talgos, aunque a lo mejor menos que antes, y también pasan mercancías. Se ponía uno hace mucho ya, muchos años, a contar los vagones de los mercancías, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y uno ya se mareaba, porque parecía no acabarse nunca el tren.

Forman una isla en aquel lugar la N-420 al norte y el ferrocarril al sur. Y tiene la isla, de norte a sur, en el punto más ancho, unos 710 metros; y a la altura del límite con Alcázar de San Juan la distancia es de 560 metros. Piensa el que escribe que a veces tiene la sensación de encontrarse, en aquel lugar, en un tiempo de nunca jamás, en una dimensión entre dos mundos, en un paraje fuera del tiempo. Y eso le asusta a uno, que recuerda aún los tiempos, no tan lejanos, en que desbordaban aquel lugar los verdes campos.

No lo puede evitar el que escribe. Añora los parajes de otros tiempos, su pureza, su limpieza, su sencillez y su discreción. Añora el que escribe los tiempos en que Campo de Criptana era pueblo manchego y no pueblo con pretensiones de ciudad. Reconoce el que escribe que le pone malo, y no puede evitarlo, ver ese desperdicio de la naturaleza y de los campos que es ese nonato polígono, esa frustración que acompaña y acompañará, por siempre, al paisaje criptanense.

Todo esto pensaba el caminante mientras estaba allí, en pie, al otro lado de la vía del ferrocarril, mirando hacia dónde iría, buscando paisajes de otros tiempos que no encontraría. Nada es perfecto. Siempre nos quedará La Cañamona…

JOSÉ MANUEL CAÑAS REÍLLO